- ¡Sebastián… Sebastián!
Javier había llegado ya en su Toyota, pese al retraso que le exigió su exagerado cuidado personal (cabello pringado en gel y terminado en puntas, piel bañada en crema humectante, cuello y pecho rociados con Hugo Boss, jeans kosiuko bien ajustados, zapatos Diesel, brillo facial…) Listo para una nueva noche de locura.
- ¡Hola loco! ¡Ya bajo!
Sebastián vivía en el segundo piso de un amplio edificio de departamentos. Todos los inquilinos eran sus familiares, por lo que se ponía un tanto nervioso cada vez que sus amigos homosexuales iban a verlo. Pero esta preocupación desaparecía con el tiempo, pues tú bien sabes, confidente lector, que la madurez y el tiempo nos impregnan la cara con el dulce color del descaro.
Hace cuatro años Sebastián decidió “salir del armario”, entregarse de lleno al fango y reconocer públicamente, salvo en el trabajo, que estaba “bendecido”. Sin embargo, aún lo ponían tenso las voces afeminadas de sus “íntimas” frente a la ventana de su casa; todavía miraba a su alrededor, cuidando que no lo viera algún conocido heterosexual, mientras se movía masculinamente en la pista de baile de Matrioska junto a su “presa” de aquella noche de escándalo.
¡Qué tonto nuestro pobre Sebastián! ¿Verdad? Desconoce él que en las discotecas gayas puede moverse con toda la euforia que le transmite su segunda piel, la piel real que es una mezcla de sentimentalismo de hembra y arrechera de macho. Y no te hagas el ofendido, amigo lector, porque utilizo la palabra “arrechera”. Tú sabes bien que los hombres no sentimos pasión. ¡Lo que sentimos es arrechera!
La primera piel de nuestro ingenuo Sebastián, la piel falsa, la piel de “hétero” (como dicen los travestis que deambulan por las calles paralelas a la Juan León Mera, refiriéndose a los heterosexuales) está muerta. ¡En Sebastián no hay primera piel y en Matrioska no hay hombres!
- ¡Apúrate loco!
- ¡Espérate, espérate! ¡Ya bajo!
La rutina era siempre la misma: Javier iba a casa de Sebastián para salir juntos hasta la Zona Rosa y encontrarse allí con el resto de los enfangados. Pero el segundo siempre hacia esperar un largo rato afuera al primero mientras terminaba de embellecerse. Por ello Javier aprovechaba ese tiempo perdido en la vereda para fumarse un cigarrillo al mejor estilo de Greta Garbo o Paris Hilton: ¡como la mujer fatal! Y retenía en su retina las imágenes de los mejores hombres que desfilaran por la cuadra de su amigo. Tú ya debes conocer el tipo de Javier: cacheros criados y amamantados en la cuna de los Latin King o los Ñetas, con instrucción secundaria inconclusa, con una mujer adolescente sacada de los recovecos de este Quito olvidado y un infante mal nutrido a cuestas.
- Esos hombres son el éxito ñaña. ¡El éxito!- Esas eran sus palabras siempre que se refería a sus amantes, pandilleros que mataban su alma luego de amar su cuerpo.
- Ya estoy listo, valedor. Vamos a tumbar las paredes. ¡Je, je!- dijo Sebastián cuando había ya bajado las escaleras de su casa, mostrando aquel calentador indígena que resaltaba su redondo y atlético trasero, aquellas sandalias que llenaban su apariencia de un ambigüedad que era parte del plan, aquella camisa ajustada al cuerpo que rezaba una frase patriótica, aquel cuerpo esbelto de gimnasio que mezclaba lo folclórico y lo moderno en un ser humano que gritaba al mundo su mezcolanza.
- Animado andas… Bueno. Sube que los hombres nos esperan.
- No me digas que veremos a tus cacheritos nuevamente.
- Es que ando poderoso con el dinero, y tú sabes que donde hay trago hay hombres. Por cierto, te cuento que hoy no vamos a Matrioska.
- ¿Cómo así?
- Quiero cambiar de aires, por ello te llevaré a un huequito en el centro que te encantará. Es un barcito frecuentado por maricas mayores que se las dan de “modernos”. Lindo el sitio, te lo aseguro.
- Me sorprendes hermano, ya que tú eres cacique de Matrioska. ¡Pero ya que tú pagas…!
Cuando llegaron al antro encontraron al resto del grupo: cuatro gays y cinco cacheros con cara de peloteros de barrio. (Recuerda que aquí no hay hombres). ¡Comenzó el roce de mejillas!
Adentro se encontraba toda la ciudad, por lo menos eso deseaban. El huequito, como lo llamaba Javi, era todo un centro de culto donde la caterva adoraba a Madonna, la cerveza y la coca.
Nadie bailaba, pues no había espacio para ello. Por donde miraba Sebastián encontraba a tipos mayores, de treinta años en adelante calculaba él, besándose y manoseando a chicos cuyos rostros aún mostraban la última etapa del colegio.
De repente sucedió algo inesperado: Sebastián vio a su padre entre uno de esos hombres morbosos y depravados (como algún día sería él también) besándose con otro hombre. No lo podía creer. Todavía recordaba cuando su padre lo rechazó y echó de la casa cuando le contó que era gay. Recordó en ese momento cómo su padre, de un momento a otro lo hizo sentir como la peor basura sobre la faz de la Tierra.
Se acercó a él y sus miradas se toparon. Al principio el padre se impactó al ver a su hijo. Pero luego, con todo el descaro y desvergüenza que caracteriza a la sociedad quiteña, le dijo en tono autoritario:
- ¿Qué haces aquí?¡Lo mismo que tú!
Javier había llegado ya en su Toyota, pese al retraso que le exigió su exagerado cuidado personal (cabello pringado en gel y terminado en puntas, piel bañada en crema humectante, cuello y pecho rociados con Hugo Boss, jeans kosiuko bien ajustados, zapatos Diesel, brillo facial…) Listo para una nueva noche de locura.
- ¡Hola loco! ¡Ya bajo!
Sebastián vivía en el segundo piso de un amplio edificio de departamentos. Todos los inquilinos eran sus familiares, por lo que se ponía un tanto nervioso cada vez que sus amigos homosexuales iban a verlo. Pero esta preocupación desaparecía con el tiempo, pues tú bien sabes, confidente lector, que la madurez y el tiempo nos impregnan la cara con el dulce color del descaro.
Hace cuatro años Sebastián decidió “salir del armario”, entregarse de lleno al fango y reconocer públicamente, salvo en el trabajo, que estaba “bendecido”. Sin embargo, aún lo ponían tenso las voces afeminadas de sus “íntimas” frente a la ventana de su casa; todavía miraba a su alrededor, cuidando que no lo viera algún conocido heterosexual, mientras se movía masculinamente en la pista de baile de Matrioska junto a su “presa” de aquella noche de escándalo.
¡Qué tonto nuestro pobre Sebastián! ¿Verdad? Desconoce él que en las discotecas gayas puede moverse con toda la euforia que le transmite su segunda piel, la piel real que es una mezcla de sentimentalismo de hembra y arrechera de macho. Y no te hagas el ofendido, amigo lector, porque utilizo la palabra “arrechera”. Tú sabes bien que los hombres no sentimos pasión. ¡Lo que sentimos es arrechera!
La primera piel de nuestro ingenuo Sebastián, la piel falsa, la piel de “hétero” (como dicen los travestis que deambulan por las calles paralelas a la Juan León Mera, refiriéndose a los heterosexuales) está muerta. ¡En Sebastián no hay primera piel y en Matrioska no hay hombres!
- ¡Apúrate loco!
- ¡Espérate, espérate! ¡Ya bajo!
La rutina era siempre la misma: Javier iba a casa de Sebastián para salir juntos hasta la Zona Rosa y encontrarse allí con el resto de los enfangados. Pero el segundo siempre hacia esperar un largo rato afuera al primero mientras terminaba de embellecerse. Por ello Javier aprovechaba ese tiempo perdido en la vereda para fumarse un cigarrillo al mejor estilo de Greta Garbo o Paris Hilton: ¡como la mujer fatal! Y retenía en su retina las imágenes de los mejores hombres que desfilaran por la cuadra de su amigo. Tú ya debes conocer el tipo de Javier: cacheros criados y amamantados en la cuna de los Latin King o los Ñetas, con instrucción secundaria inconclusa, con una mujer adolescente sacada de los recovecos de este Quito olvidado y un infante mal nutrido a cuestas.
- Esos hombres son el éxito ñaña. ¡El éxito!- Esas eran sus palabras siempre que se refería a sus amantes, pandilleros que mataban su alma luego de amar su cuerpo.
- Ya estoy listo, valedor. Vamos a tumbar las paredes. ¡Je, je!- dijo Sebastián cuando había ya bajado las escaleras de su casa, mostrando aquel calentador indígena que resaltaba su redondo y atlético trasero, aquellas sandalias que llenaban su apariencia de un ambigüedad que era parte del plan, aquella camisa ajustada al cuerpo que rezaba una frase patriótica, aquel cuerpo esbelto de gimnasio que mezclaba lo folclórico y lo moderno en un ser humano que gritaba al mundo su mezcolanza.
- Animado andas… Bueno. Sube que los hombres nos esperan.
- No me digas que veremos a tus cacheritos nuevamente.
- Es que ando poderoso con el dinero, y tú sabes que donde hay trago hay hombres. Por cierto, te cuento que hoy no vamos a Matrioska.
- ¿Cómo así?
- Quiero cambiar de aires, por ello te llevaré a un huequito en el centro que te encantará. Es un barcito frecuentado por maricas mayores que se las dan de “modernos”. Lindo el sitio, te lo aseguro.
- Me sorprendes hermano, ya que tú eres cacique de Matrioska. ¡Pero ya que tú pagas…!
Cuando llegaron al antro encontraron al resto del grupo: cuatro gays y cinco cacheros con cara de peloteros de barrio. (Recuerda que aquí no hay hombres). ¡Comenzó el roce de mejillas!
Adentro se encontraba toda la ciudad, por lo menos eso deseaban. El huequito, como lo llamaba Javi, era todo un centro de culto donde la caterva adoraba a Madonna, la cerveza y la coca.
Nadie bailaba, pues no había espacio para ello. Por donde miraba Sebastián encontraba a tipos mayores, de treinta años en adelante calculaba él, besándose y manoseando a chicos cuyos rostros aún mostraban la última etapa del colegio.
De repente sucedió algo inesperado: Sebastián vio a su padre entre uno de esos hombres morbosos y depravados (como algún día sería él también) besándose con otro hombre. No lo podía creer. Todavía recordaba cuando su padre lo rechazó y echó de la casa cuando le contó que era gay. Recordó en ese momento cómo su padre, de un momento a otro lo hizo sentir como la peor basura sobre la faz de la Tierra.
Se acercó a él y sus miradas se toparon. Al principio el padre se impactó al ver a su hijo. Pero luego, con todo el descaro y desvergüenza que caracteriza a la sociedad quiteña, le dijo en tono autoritario:
- ¿Qué haces aquí?¡Lo mismo que tú!
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